Rosita es su nombre

Durante el verano austral de 2013 junto a otros 46 compañeros de tripulación, a bordo del M/Y Bob Barker de Sea Shepherd, nos encontrábamos en algún lugar del Mar de Ross, pasados los 40 rugientes, sorteando no sólo muchas veces mal clima, sino también unas temperaturas bajo cero que mucho distan de lo que se entiende por “verano”, de acuerdo a nuestros estándares mediterráneos.

Nuestro objetivo no era otro que el de interferir, detener y frustrar la masacre ilegal que balleneros ilegales japoneses realizan año a año en el Santuario Austral, con pretextos científicos.

La semana pasada, primera de Noviembre, fue publicada la noticia de que la flota ballenera ilegal japonesa dio muerte a 35 ballenas Minke, entre los meses de Septiembre y Octubre pasado, frente a la localidad de Hokkaido, extremo norte de Japón.

La noticia me golpeó fuertemente, no sólo por la especial conexión que siento con las ballenas, sino que también por el hecho de que me recordó a ella.

Fotografía: Marianna Baldo/Sea Shepherd Global

Ella llegó a nuestras vidas en uno de esos días idílicos que poco se ven en Antártida: Totalmente despejado, aguas serenas y ningún registro de flota asesina alguna en el Santuario. En cubierta, compartíamos historias, vivencias y costumbres propias de las tierras donde habíamos nacido y -hasta hace poco- vivido. Historias de Ecuador, Australia, Singapur, Holanda, Francia, Estados Unidos, Inglaterra, Italia, España, Alemania y Chile.

“¡Todos miren al lado izquierdo de cubierta, ahora!” nos gritaron desde el puente del barco, interrumpiendo de golpe nuestras conversaciones. En cosa de segundos, ella apareció asomándose. Con la misma curiosidad de un infante, quién da sus primeros pasos abriéndose en un nuevo y asombroso mundo, ella nos miraba.

Nadaba de lado y su ojo quedaba al descubierto en la superficie, para luego sumergirse y desaparecer.

“¡Se fue para el lado derecho del barco!”, corrimos para allá y ahí estaba: nadando de lado, observando, aprendiendo, intentando comprender qué eran esa tropa de especímenes raros mirándole y hablándole.

Transcurrieron unos 10-15 minutos en que ella mantuvo el mismo comportamiento: mirándonos, sumergiéndose y luego asomándose al otro lado de la embarcación. Ella estaba jugando con nosotros, parecía transmitir la seguridad de entender el motivo por el cual nosotros estábamos ahí. Quizás su madre, que a metros de distancia contemplaba la escena, ya le habría advertido.

Fotografía: Tim Waters/Sea Shepherd Global

“El motivo por el cual nosotros estábamos ahí”. Hasta el día de hoy pienso en ello y nada más que rabia, pena y frustración siento. Un santuario, de aguas prístinas, fauna salvaje y gigantes de hielo, en peligro producto del egoísmo, orgullo, vehemencia y más despreciable brutalidad que el ser humano puede sólo saber bien demostrar.

Ella llegó para enseñarnos que vale la pena luchar por nuestros ideales. Vale la pena luchar por ellos, aun cuando nuestro entorno y contexto sea adverso. Pero, más aún, vale mucho más la pena luchar por aquellos ideales respecto de los cuales no existe un beneficio individual, sino para el otro.

¿Cuántos han tenido la posibilidad de cambiar la percepción del entorno que nos rodea gracias a “ese” perrito, gatito, mascota y/o animal silvestre con el cual tuvimos un encuentro único y especial?

A ella le llamamos Rosita, quien por aquel entonces era sólo una cría de ballena Minke. Hoy, de seguro, Rosita ya es adulta y probablemente ya no recuerde nuestro encuentro, pero sí nade libre y feliz en SU mundo, el cual prometimos luchar y defender.

Es increíble el cambio que el respeto y la empatía con otros puede generar. Las acciones que más se recuerdan no son aquellas que nos benefician a nosotros mismos, sino aquellas que permiten que otro -de un modo u otro- pueda continuar adelante con su mundo, tal y como el de Rosita.

Fotografía: Glenn Lockitch/Sea Shepherd Global